Dice que si se hubiera visto en la necesidad de hacer una
descripción minuciosa habría dicho que era una lluvia muy fina, o algo parecido
―rectificando, con cierta desgana―, algo muy similar a lo que podía recordar,
si el esforzarse tuviera sentido para alguien que diese indicios de valorar el
esfuerzo, lo cual duda, como la pared de ladrillo rojo que rodeaba con sus
brazos de hierro (amputado uno, a la altura del codo) el perímetro, que a lo
mejor era circunferencia, pero entiende que para qué afinar tanto, el corredor
que conducía a los cuartos que siempre se llamaron de arriba si bien, cosas de
la vida que para qué esforzarse en comprender, todo el edificio constaba de una
sola planta dividida en pequeños habitáculos divididos por mamparas que, no
llegando al techo, dejaban oír todo lo que se hablaba en los cuartos contiguos
a la gran hondonada donde era costumbre almacenar lo que se había dado en
denominar “las herramientas” pero no eran mas que las sombras deshilachadas y
bastante descoloridas de quienes, (hace una pausa y toma aliento) habiendo
pasado por allí sin rumbo, se vieron, tal vez sin querer, reflejados en tal o
cual síntoma de cualquiera de las dolencias que aquejaban a los habitantes del
otro lado de aquello que, siempre se dijo, parecía un puerto aunque nadie jamás
había visto barco alguno, ni allí ni en ninguna otra parte; no éramos (musita)
gente de mar, ni siquiera de río, y como por otra parte siempre fuimos poco
aficionados a viajar tan sólo veíamos las cortinas de colores siempre muy
vivos, demasiado alegres para el entorno que gentes como los de allí podíamos
ofrecerles, pero así eran las cosas y así las cortinas que, ya digo (dice) eran
de cretona y flores muy grandes.
Pero que no se vio en tal necesidad, aunque asegura que se
fijó muy bien y que incluso se puso las gafas, las de cerca, las mismas que
utilizaba para cortar los tablones que luego, si daba tiempo, servirían para
recitar las letanías cansinas de las siete y media, hora punta donde las haya
(según no ella pero sí según la esposa del administrador, obsesionada siempre
con preparar los búcaros y los guardabarros en el sitio adecuado antes de
aplicarse a cocinar y, si no, la salsa le salía o muy espesa o demasiado
clara), y si no daba, se dejaban en el cajoncillo de arriba del aparador, bien
colocados y perfectamente paralelos unos con otros, hasta la mañana siguiente
del primer martes impar del mes de octubre.
Y que por eso, porque no se vio, no pudo enterarse de que
los colores se habían transformado en pequeñas colmenas, o, rectificando,
celdillas más exactamente reprendiéndose, para sus adentros, por no abandonar
aquella estúpida manía por la precisión que caminaban ―entre guiones, ya, pero
si se pasaba la vida regresando no llegaría nunca ni en el caso de conocer el
lugar y el momento en que acontecerían; pero a regañadientes retrocedió sí
hasta las celdillas (a veces hay que ceder) que caminaban apoyándose unas en
las otras, tan juntas, tan hermanadas y sabiendo cuál era su lugar exacto en su
pequeño universo que, oyó alguna vez, estaba amenazado de muerte, lenta, mucho
más que ella desgranando el deslizar de los objetos hacia el borde de la mesa
para empujarlos, luego, al precipicio de algo más de medio metro de altura por
el que se despeñarían, sin miedo, sin un grito, para ir a acurrucarse contra
las cascotes de un compañero de viaje con el que jamás habían cruzado más allá de un buenos
días y algún comentario, de esos de puro compromiso porque a ver en un ascensor
qué te dices, referente al tiempo atmosférico pero con sumo cuidado de dejarlo
muy clarito; atmosférico y nada de meterse en filigranas de mencionar ni de
pasada el trascurrido desde los festejos que conmemoraron el último desastre.
– Qué bien se vivía entonces, ¿verdad?, cuando todavía
podían contarse, uno, dos, tres, dos millones cuatrocientos setenta y cinco mil
los intervalos; aquel bendito tiempo ya innombrable estaba salpicado de
intervalos, grandes, pequeños, alargados, redondos como cuentas algunos y muy
suaves, tanto que se resbalaban por entre las yemas de los dedos y rodaban,
aviesos, para ir a esconderse bajo los muebles simulando querer jugar tan sólo,
pero se quedaban con las ganas, que nadie iba a buscarlos porque para qué
recuperarlos si antes o después llegarían otros prometiendo (siempre lo hacían
igual, estúpidos, como si no los conociésemos) que ellos no eran como los
otros, que se quedarían para siempre.
Contestó a todo que sí, sin dejar de sonreír; y el hombre abrió
y cerró las puertas, dos veces, y explicó que había sido un fallo informático
sin mayor importancia…
– ¿Y usted?
Y dice que respondió algo también sin importancia. Pero que eso seguro que no.